El sonido de la lluvia contra las tejas


Imagen tomada de Sánchez Serrano. Acuarelas: Camino rural (acuarelassanchezserrano.blogspot.com)

Jueves 8pm


Una sensación de miedo le invade desde el interior cada vez que oye la lluvia que arrecia. Creció en una casa en invasión donde tejas de zinc desgastado y reciclado libraban una batalla contra el viento que, en varias ocasiones, perdieron. La sensación creció junto con él y ahora cada vez que oye el sonido de la lluvia se siente a la intemperie, el techo y las paredes se caen, el frío y humedad de la noche lo devoran indefenso, abandonado.


A pesar de ello, las líneas del asfalto y el golpeteo irregular de la lluvia, de intensidad intermitente, son su única compañía durante la noche. Es una carretera nueva para él, debería ser tan simple como seguir el camino pero un retraso inesperado le tiene manejando a las 8 de la noche. El miedo que le impulsa a continuar a la vez le implora detenerse. Así que, al divisar el letrero de “zona refrescante”, aventurarse al restaurante no se hace una idea tan descabellada. Se estaciona.


Antes de salir, agarra un paquete de cigarrillos, el encendedor, un poco de dinero, su teléfono celular, el cargador y lo embarulla todo en sus bolsillos. Se cubre con una chaqueta de cuerina barata, sale y corre bajo la lluvia que arrecia para resguardarse. Un par de truenos al fondo. - Maldita sea - dice en voz alta al observar el techo con tejas de zinc del restaurante.


Jueves 5:45 pm


–!...A ese malparido nunca le ha importado nada más que su propio culo!
grita Iván mientras se seca las grandes manos morenas con el limpión que hace un momento descansaba en su hombro.  

–Mano, cállese que hay gente en el restaurante.

Le responde Roberto mientras toma una pila de platos limpios junto a su compañero. 

– Además, continúa, aunque sea cierto, también puede que si le decimos los dos nos deje, mientras ubica la pila de platos limpios en la parte de abajo del mesón. 

– ¿nos deje? Marica, ¿usté no se acuerda de Marisol? ese viejo catrehijueputa prácticamente la echó. 

– Marisol se fue porque quiso.  

– Sí, porque el señor “ahí tengo un montón de hojas de vida arrumadas” no le dió permiso para llevar a su hijo al médico. Marica, ¡el chino estaba enfermo! no me crea tan hijueputa, a lo bien.

– Claro, claro –concede Roberto– pero técnicamente…

– Qué técnicamente ni qué hijueputas, interrumpe Iván, después está con lo de que “ustedes no se ponen la camiseta por la familia”,  que “si yo que los trato como hijos” y no sé qué más guevonadas…  

Roberto guarda silencio, abre lentamente la ventana, tuerce ligeramente los labios y arquea las cejas como si fuera a llorar. Toma un cigarrillo entre sus manos pálidas, lo pone en sus labios pero no lo enciende. 

– Va a llover, murmura.. y para sus adentros se ve a sí mismo, débil,  frente a su amigo Ivan.

– Mejor, para que no le llegue ni un hijueputa cliente a ese malparido. 

Roberto ignora a su amigo, enciende el cigarrillo junto con una gran calada y mira las nubes negras en el cielo. 

– los clientes ya se están yendo. Dice con un suave tono de voz

– Vaya y les cobra a las mesas que quedan. Voy al baño… présteme las llaves.– Ordena Iván a Roberto acompañado con un gesto con la mano. 

– ¿Usté siguió con esa mierda? vea cómo lo pone, y el patrón llega en una hora o menos.

– y a mí que hijueputas, mejor, así le digo las mierdas como son.

El sol de la tarde decora el establecimiento mientras Roberto apaga el cigarrillo en un vaso de agua. Una ligera lluvia comienza a caer. 


Jueves 8:15pm


Adentro, pasa junto a una mesa en la que una pareja mira en silencio los vasos de lo que parece ser café frente a ellos, sin decir una sola palabra. Por lo demás el restaurante parece inhabitado. Hay varias mesas con botellas vacías, puchos de cervezas y platos con algunos restos de comida. Camina hacia la barra tratando de divisar, al fondo, la cocina, pero no ve a nadie. Tan pronto llega toma aire y contrae sus labios como para decir: “buenas noches” pero justo antes de poder articular palabra, oye una voz masculina detrás de sí que le dice algo que no logra entender por el fuerte sonido de la lluvia. Es el hombre de la mesa de antes. la mujer parece continuar embebida en la observación meticulosa del vaso frente a ella. 

–¿Perdón?– pregunta de vuelta. 

El tipo de la mesa carraspea una flema, y repite con más fuerza:
– Que ya le atienden– responde con un tono que se le antoja demandante. Pero lo deja pasar.

De nuevo, vuelve a mirar a la cocina. Supone que han de estar ocupados, o que tal vez con la lluvia no lo hayan escuchado llegar. Le parece ver unos zapatos que se asoman en la esquina pero rápidamente se esconden como jalados por alguien. Vuelve la vista la pareja, la mujer continúa en el mismo estado, el hombre mueve repetitivamente el talón del pie apoyado en la punta.


De repente, un sonido en la cocina le hace girar hacia la barra de nuevo. aparece un hombre moreno y larguirucho de manos fuertes, grandes y huesudas; con un delantal amarillento con manchones de lo que parece ser carne y sangre (que a todas luces declaran su posición en el establecimiento) una pañoleta negra y gafas redondas. Con el ceño fruncido le habla en un tono que de inmediato siente amenazante. El cuerpo rígido, parece tenso, como dispuesto a iniciar una pelea.

– ¿A la orden?– inquiere con un tono de urgencia.

El hombre duda antes de hablar, no se le había ocurrido pedir nada en realidad, y el ruido intenso de la lluvia sumado al tono de voz del cocinero no le ayudan a concentrarse en lo que quiere.

– ¿A la orden?– Repite con insistencia el cocinero

– ¿¡Ah?! sí, sí señor. ¿vende tinto a esta hora?–  responde como disculpándose. 

– Claro, se demora un poco…Usted entenderá–  dice señalando un reloj invisible en su muñeca.
El tipo de gafas vuelve a la cocina y el hombre queda solo en la barra. Vuelve a mirar a la pareja que continúa en la misma escena de hace un momento. Al final decide quedarse donde está. Hace un rápido tamborileo en la mesa e inspecciona con más cuidado el lugar, bastante desordenado, hay incluso vidrios rotos dentro de la cocina. 


Saca un cigarrillo como para pasar el tiempo. Se pregunta si será permitido fumar en el lugar pero el hombre ya se fue a la cocina. Mira al fondo. Un segundo hombre de gafas con un olor fuerte a tabaco, larguirucho pero de piel blanca y manos temblorosas, se acerca con un limpión en mano. Procede a limpiar y recoger las mesas. 

– Disculpe, ¿se puede fumar?

El hombre le mira extrañado, confundido por la pregunta.

– Que si…. le muestra el cigarrillo que tiene en la mano.

 – Ah… claro, siga.

Su voz le suena bastante más tersa y lánguida. Por alguna razón muy acorde a su contextura física, casi como derrotado. Comparado con el primero, parece una foto en negativo de este, casi en todos los sentidos. Ahora que lo nota, el vestuario de este se encuentra bastante más limpio, quizás éste hace las veces de mesero y el otro de cocinero. 

Pone el cigarrillo en sus labios y no puede evitar oír el sonido de las tejas, Enciende el cigarrillo. La lluvia empieza a amainar.

 

Jueves 8:37pm


Se escucha, sobre la lluvia, al hombre que habla con su pareja ahora que llueve menos fuerte.

– Esos dos han estado alegue y alegue con el viejo Alberto los últimos meses.

– pues sí, pero ¿¡de ahí a que hagan algo así!? no creo….–  contesta la mujer con la voz un poco más baja.


El hombre, sentado en la barra, voltea a mirar al tipo que limpia las mesas. Parece algo nervioso, ansioso, ensimismado quizás. Algo definitivamente está pasando, piensa. Observa con más cuidado su entorno y nota el desorden también en las cosas de la cocina. herramientas de cocina tiradas. Agita la cabeza, como diciendo “Esto no tiene nada que ver conmigo”.


¿Y si las manchas del delantal no fueran por la cocina? Agita la cabeza de nuevo.

– Jueputa– Se oye un grito desde la cocina casi inmediatamente seguido de golpes de ollas y cucharas contra el suelo. El mesero, nervioso, vuelve rápidamente a la cocina. La lluvia de nuevo empieza a arreciar.


Jueves 6:25 pm


la llovizna ahora es lluvia, y el sol empieza a ocultarse. Roberto, después de haber cobrado a los clientes, atiende a una pareja, parecen habituales porque le saludan por su nombre tan pronto llegan al lugar, Roberto les sonríe y procede a tomarles el pedido.  


Iván, por su cuenta, agita y pone ollas y platos con una fuerza casi excesiva. Mientras una camioneta se estaciona afuera. De ella sale un hombre grande, moreno, de cabello engominado hacia atrás, de una barriga notable y un bigote poblado. Baja del auto con una sombrilla por delante. Se acerca caminando, lentamente bajo la lluvia con un paso sereno y seguro, tan solo por la postura de sus hombros puedes ver que es el dueño del restaurante. Atraviesa el portal, sacude la sombrilla, y la pareja de comensales se dirige a él con amabilidad:
–Buenas tardes Don Alberto. 

Él dibuja una sonrisa hipócrita que se desvanece rápidamente. El aire se impregna con su perfume barato. 


Don Alberto pasa directamente por entre las mesas hacia la cocina. Inspecciona con la mirada el establecimiento, mueve una mesa y reorganiza unas copas de la barra a su paso. Roberto suspira, inclina la cabeza hacia atrás y da una vuelta al tiempo que gira los hombros de atrás adelante, como un boxeador calentando en la previa al ring.  Ahora se arma con una sonrisa práctica en sus labios estrechos. Está listo para entrar en combate. 


– Don Alberto buenas tardes.

El hombre le mira con un aire déspota.

– ¿Roberto, hombre, qué es este desorden de mesas? – señala a su alrededor con los brazos abiertos, palmas arriba y un gesto de desagrado detestable. Al verlo ahí de pie como está con ese gesto es imposible no sentir el reclamo. 

– Sí señor, es que los clientes estaban yéndose apenas– responde Roberto con un tono de disculpa.

La lluvia comienza a golpear fuertemente el zinc del techo. 

El golpeteo de la lluvia se fortalece, las voces apenas se escuchan sobre el estruendo de los goterones. La pareja sentada en la mesa mira con algo de espanto la conversación entre el mesero que agita las manos y el dueño que niega repetidas veces con la cabeza. La pelea parece escalar, y se escuchan algunas frases sobre la lluvia. “Ahí está la puerta” se oye al final mientras el dueño señala a la salida. El mesero aprieta los labios y los puños, suspira y se lleva un cigarrillo a la boca. El Jefe se lo arranca antes de poder encenderlo y lo tira al piso. El mesero tiembla y le da la espalda a su jefe. Camina a la cocina,  



Jueves 8:37pm


De nuevo la lluvia arrecia fuertemente. La sensación de inquietud, las paredes que se caen, el techo que puede volar en cualquier momento. ¿Correr al auto? Sí, tal vez debiera hacer eso. El miedo se intensifica, termina de fumarse el cigarrillo y busca uno nuevo. La cajetilla está vacía. La ansiedad le invade. ¿Qué mierdas estarán haciendo esos dos en la cocina? le parece escuchar a la pareja desde donde está, y trata de aguzar el oído, ahora cree escuchar la palabra “mataron” ¿o sería “bajaron”? ¿“se lo bajaron”? No puede ser eso. Se pone de pie, camina lentamente rodeando la barra, esquiva con cuidado los fragmentos de vidrio tirados. Asoma lentamente la cabeza mientras se acerca y observa.


Ve la espalda del mesero temeroso. Inclinado en el piso, frente a él un hombre grueso, moreno, yace en el suelo. Reconoce los zapatos que ligeramente se asomaban hace un rato. frente a él está el cocinero de la pañoleta negra, también sentado, ve cómo sus labios se mueven pero no puede escuchar nada por la lluvia. De repente sus ojos se encuentran, y ve cómo se abren lentamente. las pupilas viajan desde el cuerpo en el piso a su amigo frente a él, y de vuelta al hombre parado mirando la escena. Como una obra de teatro. Ahora nota el cuchillo para carne en la mano derecha del cocinero, completamente limpio.  Todo ocurre muy lentamente. –Ah jueputa– dice la voz del cocinero, mientras camina dando zancadas hacia él…


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